KANT: FRAGMENTOS INTRODUCCIÓN KrV
Immanuel
Kant
Crítica de la Razón Pura
INTRODUCCIÓN
I.
DISTINCIÓN ENTRE EL CONOCIMIENTO
PURO Y EL EMPÍRICO
No
hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia.
Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante
objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos
representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para
comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar
de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un
conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún
conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.
Pero,
aunque todo nuestro conocimiento empiece con
la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría
ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que
recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de
conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí
misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto de la dicha
materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho
fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla.
Consiguientemente,
al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido
examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si existe
semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las
impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue
del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia.
De
todas formas, la expresión a priori
no es suficientemente concreta para caracterizar por entero el sentido de la
cuestión planteada. En efecto, se suele decir de algunos conocimientos
derivados de fuentes empíricas que somos capaces de participar de ellos o de
obtenerlos a priori, ya que no los
derivamos inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí
es extraída, no obstante, de la experiencia. Así, decimos que alguien que ha
socavado los cimientos de su casa puede saber a priori que ésta se caerá, es decir, no necesita esperar la
experiencia de su caída de hecho. Sin embargo, ni siquiera podría saber esto
enteramente a priori, pues debería
conocer de antemano, por experiencia, que los cuerpos son pesados y que,
consiguientemente, se caen cuando se les quita el soporte.
En
lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia,
no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el
conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante
la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de puros
aquellos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición
“Todo cambio tiene una causa” es a
priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto que sólo puede
extraerse de la experiencia.
***
De la primera edición de la
Crítica de la razón pura, que no se conservó para la segunda
edición:
I.
Idea de la filosofía
trascendental
La
experiencia es, sin ninguna duda, el primer producto surgido de nuestro
entendimiento al elaborar éste la materia bruta de las impresiones sensibles.
Por ello mismo es la primera enseñanza y constituye, en su desarrollo, una
fuente tan inagotable de informaciones nuevas, que nunca faltará la
concatenación entre todos los nuevos conocimientos que se produzcan en el
futuro y que puedan reunirse sobre esta base. Sin embargo, nuestro
entendimiento no se reduce al único terreno de la experiencia. Aunque ésta nos
dice qué es lo que existe, no nos dice
que tenga que ser necesariamente así y no de otra forma. Precisamente por eso
no nos da la verdadera universalidad, y la razón, tan deseosa de este tipo de
conocimientos, más que satisfecha, queda incitada por la experiencia. Dichos
conocimientos universales, que, a la vez, poseen el carácter de necesidad
interna, tienen que ser por sí mismos, independientemente de la experiencia,
claros y ciertos. Por ello se los llama conocimientos a priori. Por el contrario, lo tomado simplemente de la experiencia
se conoce sólo, como se dice, a
posteriori, o de modo empírico.
Ahora
bien, nos encontramos con algo muy singular: incluso entre nuestras
experiencias se mezclan conocimientos que han de tener su origen a priori y que
tal vez sólo sirven para dar cohesión a nuestras representaciones de los
sentidos. En efecto, si eliminamos de las experiencias lo que pertenece a los
sentidos, quedan todavía ciertos conceptos originarios y algunos juicios
derivados de éstos que tienen que haber surgido enteramente a priori,
independientemente de la experiencia, ya que hacen que pueda decirse –o, al
menos, que se crea que puede decirse- de los objetos que se manifiestan a los
sentidos más de lo que la simple experiencia enseñaría y que algunas
afirmaciones posean verdadera universalidad y estricta necesidad, cualidades
que no pueden proporcionar el conocimiento meramente empírico.
II.
ESTAMOS EN POSESIÓN DE
DETERMINADOS CONOCIMIENTOS A PRIORI QUE
SE HALLAN INCLUSO EN EL ENTENDIMIENTO COMÚN
Se
trata de averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento
puro del conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas
u otras características, pero no que no pueda ser de otro modo. En
consecuencia, si se encuentra, en primer
lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria,
tenemos un juicio a priori. Si,
además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición necesaria,
entonces es una proposición absolutamente a
priori. En segundo lugar, la experiencia nunca otorga a sus juicios una
universalidad verdadera o estricta, son simplemente supuesta o comparativa
(inducción), de tal manera que debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que
hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción alguna en esta o aquella
regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta universalidad, es
decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de la
experiencia, sino que es válido absolutamente a priori. La universalidad empírica no es, pues, más que una
arbitraria extensión de la validez: se pasa desde la validez en la mayoría de
los casos a la validez en todos los casos, como ocurre, por ejemplo, en la
proposición “Yodos los cuerpos son pesados”. Por el contrario, en un juicio que
posee esencialmente universalidad estricta ésta apunta a una especial fuente de
conocimiento, es decir, a una facultad de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estricta son, pues, criterios
seguros de un conocimiento a priori y se hallan inseparablemente ligados entre
sí. Pero, dado que en su aplicación es, de vez en cuando, más fácil señalar la
limitación empírica de los juicios que su contingencia, o dado que a veces es
más convincente mostrar la ilimitada universalidad que atribuimos a un juicio
que la necesidad del mismo, es aconsejable servirse por separado de ambos
criterios, cada uno de los cuales es por sí solo infalible.
Es fácil mostrar que existen
realmente en el conocimiento humano semejantes juicios necesarios y estrictamente
universales, es decir, juicios puros a priori. Si queremos un ejemplo de las
ciencias, sólo necesitamos fijarnos en todas las proposiciones matemáticas. Si
queremos un ejemplo extraído del uso más ordinario del entendimiento, puede
servir la proposición “Todo cambio tiene una causa”. Efectivamente, en esta
última el concepto mismo de causa encierra con tal evidencia el concepto de
necesidad de conexión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla,
que dicho concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo, como hizo
Hume, de una repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede y de la
costumbre (es decir, de una necesidad meramente subjetiva), nacida de tal
asociación, de enlazar representaciones. Podríamos también, sin acudir a tales
ejemplos para demostrar que existen en nuestro conocimiento principios puros a
priori, mostrar que éstos son indispensables para que sea posible la
experiencia misma y, consiguientemente, exponerlos a priori. Pues ¿de dónde
sacaría la misma experiencia su certeza si todas las reglas conforme a las
cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes? De ahí que
difícilmente podamos considerar tales reglas como primeros principios. A este
respecto nos podemos dar por satisfechos con haber establecido como un hecho el
uso puro de nuestra facultad de conocer y los criterios de este uso. Pero no
solamente encontramos un origen a priori
entre juicios, sino incluso entre algunos conceptos. Eliminemos gradualmente de
nuestro concepto empírico de cuerpo
todo lo que tal concepto tiene de empírico: el color, la dureza o blandura, el
peso, la misma impenetrabilidad. Queda siempre el espacio que dicho cuerpo
(desaparecido ahora totalmente) ocupaba. No podemos eliminar este espacio.
Igualmente, si en el concepto empírico de un objeto cualquiera, corpóreo o
incorpóreo, suprimimos todas las propiedades que nos enseña la experiencia, no
podemos, de todas formas, quitarle aquella mediante la cual pensamos dicho
objeto como sustancia o como inherente a una sustancia, aunque este
concepto sea más determinado que el de objeto en general. Debemos, pues,
confesar, convencidos por la necesidad con que el concepto de sustancia se nos
impone, que se asienta en nuestra facultad de conocer a priori.
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