HUME: DUDAS ESCÉPTICAS ACERCA DE LAS OPERACIONES DEL ENTENDIMIENTO
David Hume
Investigación sobre el conocimiento humano
Sección 4
DUDAS ESCÉPTICAS ACERCA DE LAS OPERACIONES DEL
ENTENDIMIENTO
Parte 1
Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden,
naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y
cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la
Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva
o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al
cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre
estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta
expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase
pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de
lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera
habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por
Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia.
No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente.
Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza
es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real y cuestión de hecho,
más allá del testimonio actual de los sentidos, o de los registros de nuestra
memoria. Esta parte de la filosofía, como se puede observar, ha sido poco
cultivada por los antiguos y por los modernos y, por tanto, todas nuestras
dudas y errores, al realizar una investigación tan importante, pueden ser aún
más excusables, en vista de que caminamos por senderos tan difíciles sin guía
ni dirección alguna. Incluso pueden resultar útiles, por excitar la curiosidad
o destruir aquella seguridad y fe implícitas que son la ruina de todo
razonamiento e investigación libre. El descubrimiento de defectos, si los
hubiera, en la filosofía común, no resultaría, supongo, descorazonador, sino
más bien una incitación, como es habitual, a intentar algo más completo y
satisfactorio que lo que hasta ahora se ha presentado al público.
Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en
la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir
más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a
alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera que no esté presente
--por ejemplo, que su amigo está en el campo o en Francia--, daría una razón, y
ésta sería algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento
de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase un reloj o
cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que, en
alguna ocasión, hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos
acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente
que hay una conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él. Si no
hubiera nada que los uniera, la inferencia sería totalmente precaria. Oír una
voz articulada y una conversación racional en la oscuridad, nos asegura la
presencia de alguien. ¿Por qué? Porque éstas son efectos de producción y
fabricación humanas, estrechamente conectados con ellas. Si analizamos todos
los demás razonamientos de esta índole, encontraremos que están fundados en la
relación causa-efecto, y que esta relación es próxima o remota, directa o
colateral. El calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de los
efectos puede acertadamente inferirse del otro.
Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión satisfactoria en cuanto a la
naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos
hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto.
Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el
conocimiento de esta relación en ningún caso se alcanza por razonamientos a
priori, sino que surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que
objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí.
Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón y luces naturales. Si
este objeto le fuera enteramente nuevo, no sería capaz, ni por el más
meticuloso estudio de sus cualidades sensibles, de describir cualquiera de sus
causas o efectos. Adán, aun en el caso de que le concediésemos facultades
racionales totalmente desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido
inferir de la fluidez y transparencia del agua, que le podría ahogar, o de la
luz y el calor del fuego, que le podría consumir. Ningún objeto revela por las
cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los
efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la
experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones
de hecho.
La siguiente proposición: las causas y efectos no pueden descubrirse por la
razón, sino por la experiencia, se admitirá sin dificultad con respecto a los
objetos que recordamos habernos sido alguna vez totalmente desconocidos, puesto
que necesariamente somos conscientes de la manifiesta incapacidad en la que
estábamos sumidos en ese momento para predecir lo que surgiría de ellos. Si
presentamos a un hombre, que no tiene conocimiento alguno de filosofía natural,
dos piezas de mármol pulido, nunca descubrirá que se adhieren de tal forma que
para separarlas es necesaria una gran fuerza rectilínea, mientras que ofrecen
muy poca resistencia a una presión lateral. No hay dificultad en admitir que
los sucesos que tienen poca semejanza con el curso normal de la naturaleza son
conocidos sólo por la experiencia. Nadie se imagina que la explosión de la
pólvora o la atracción de un imán podrían descubrirse por medio de argumentos a
priori. De manera semejante, cuando suponemos que un efecto depende de un
mecanismo intrincado o de una estructura de partes desconocidas, no tenemos reparo
en atribuir todo nuestro conocimiento de él a la experiencia. ¿Quién asegurará
que puede dar la razón última de que la leche y el pan sean alimentos adecuados
para el hombre, pero no para un león o un tigre?
Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no tiene la misma
evidencia cuando concierne a los acontecimientos que nos son familiares desde
nuestra presencia en el mundo, que tienen una semejanza estrecha con el curso
entero de la naturaleza, y que se supone dependen de las cualidades simples de
los objetos, carentes de una estructuración en partes que nos sea desconocida.
Tendemos a imaginar que podríamos descubrir estos efectos por la mera operación
de nuestra razón, sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos que si de
improviso nos encontráramos en este mundo, podríamos desde el primer momento
inferir que una bola de billar comunica su moción a otra al impulsarla, y que
no tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con certeza acerca de
él. Tal es el influjo del hábito que, donde es más fuerte, además de compensar
nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece no darse meramente porque se da
en grado sumo.
Pero, para convencernos de que todas las leyes de la naturaleza y todas las
operaciones de los cuerpos, sin excepción, son conocidas sólo por la
experiencia, quizá sean suficientes las siguientes reflexiones: si se nos
presentara un objeto cualquiera, y tuviéramos que pronunciarnos acerca del
efecto que resultará de él, sin consultar observaciones previas, ¿de qué
manera, pregunto, habría de proceder la mente en esta operación? Habría de
inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar como el efecto
de dicho objeto. Y es claro que esta invención ha de ser totalmente arbitraria.
La mente nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio
o examen más riguroso, pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en
consecuencia, no puede ser descubierto en él. El movimiento, en la segunda bola
de billar, es un suceso totalmente distinto del movimiento en la primera.
Tampoco hay nada en el uno que pueda ser el más mínimo indicio del otro. Una
piedra o un trozo de metal, que ha sido alzado y privado de apoyo, cae
inmediatamente. Pero, considerando la cuestión apriorísticamente, ¿hay algo que
podamos descubrir en esta situación, que pueda dar origen a la idea de un
movimiento descendente más que ascendente o cualquier otro movimiento en la
piedra o en el metal?
Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la invención o la
representación imaginativa iniciales de un determinado efecto son arbitrarias,
mientras no consultemos la experiencia; de la misma forma también hemos de
estimar el supuesto enlace o conexión entre causa y efecto, que los une y hace
imposible que cualquier otro efecto pueda resultar de la operación de aquella
causa. Cuando veo, por ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea recta
hacia otra, incluso en el supuesto de que la moción en la segunda bola me fuera
accidentalmente sugerida como el resultado de un contacto o de un impulso, ¿no
puedo concebir que otros cien acontecimientos distintos podrían haberse seguido
igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse quedado quietas ambas bolas?
¿No podría la primera bola volver en línea recta a su punto de arranque o rebotar
sobre la segunda en cualquier línea o dirección? Todas esas suposiciones son
congruentes y concebibles. ¿Por qué, entonces, hemos de dar preferencia a una,
que no es más congruente y concebible que las demás? Ninguno de nuestros
razonamientos a priori nos podrá jamás mostrar fundamento alguno para esta
preferencia.
En una palabra, pues, todo efecto es un suceso distinto de su causa. No podría,
por tanto, descubrirse en su causa, y su hallazgo inicial o representación a
priori han de ser enteramente arbitrarios. E incluso después de haber sido
sugerida su conjunción con la causa, ha de parecer igualmente arbitraria,
puesto que siempre hay muchos otros efectos que han de parecer totalmente
congruentes y naturales a la razón. En vano, pues, intentaríamos determinar
cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier causa o efecto, sin la
asistencia de la observación y de la experiencia.
Con esto podemos descubrir la razón por la que ningún filósofo, que sea
razonable y modesto, ha intentado mostrar la causa última de cualquier
operación natural o exponer con claridad la acción de la fuerza que produce
cualquier efecto singular en el universo. Se reconoce que el mayor esfuerzo de
la razón humana consiste en reducir los principios productivos de los fenómenos
naturales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos particulares a unos
pocos generales por medio de razonamientos apoyados en la analogía, la
experiencia y la observación. Pero, en lo que concierne a las causas de estas
causas generales, vanamente intentaríamos su descubrimiento, ni podremos
satisfacernos jamás con cualquier explicación particular de ellas. Estas
fuentes y principios últimos están totalmente vedados a la curiosidad e
investigación humanas. Elasticidad, gravedad, cohesión de partes y comunicación
del movimiento mediante el impulso: éstas son probablemente las causas y
principios últimos que podremos llegar a descubrir en la naturaleza. Y nos
podemos considerar suficientemente afortunados si somos capaces, mediante la
investigación meticulosa y el razonamiento, de elevar los fenómenos naturales
hasta estos principios generales, o aproximarnos a ellos. La más perfecta
filosofía de corte natural sólo despeja un poco nuestra ignorancia, así como
quizás la más perfecta filosofía de tipo moral o metafísico sólo sirve para
poner ésta al descubierto en proporciones mayores. De esta manera, la
constatación de la ceguera y debilidad humanas es el resultado de toda
filosofía, y nos encontramos con ellas a cada paso, a pesar de nuestros
esfuerzos por eludirlas o evitarlas.
Tampoco la geometría, cuando se la toma como auxiliar de la filosofía natural,
es capaz de remediar este defecto o de conducirnos al conocimiento de las
causas últimas mediante aquella precisión en el razonamiento por la que, con
justicia, se la celebra. Todas las ramas de la matemática aplicada operan sobre
el supuesto de que determinadas leyes son establecidas por la naturaleza en sus
operaciones, y se emplean razonamientos abstractos, bien para asistir a la
experiencia en el descubrimiento de estas leyes, bien para determinar su
influjo en aquellos casos particulares en que depende de un grado determinado
de distancia y cantidad. Así, es una ley del movimiento, descubierta por la
experiencia, que el ímpetu o fuerza de un móvil es la razón compuesta o
proporción de su masa y velocidad; y, por consiguiente, que una fuerza pequeña
puede desplazar el mayor obstáculo o levantar el mayor peso si, por cualquier
invención o instrumento, podemos aumentar la velocidad de aquella fuerza, de
modo que supere la contraria. La Geometría nos asiste en la aplicación de esta
ley, al darnos las medidas precisas de todas las partes y figuras que pueden
componer cualquier clase de máquina, pero, de todas formas, el descubrimiento
de la ley misma se debe solamente a la experiencia, y todos los pensamientos
abstractos del mundo jamás nos podrán acercar un paso más a su conocimiento.
Cuando razonamos a priori y consideramos meramente un objeto o causa, tal como
aparece en la mente, independientemente de cualquier observación, nunca puede
sugerirnos la noción de un objeto distinto, como lo es su efecto, ni mucho
menos mostrarnos una conexión inseparable e inviolable entre ellos. Muy sagaz
tendría que ser un hombre para poder descubrir, mediante razonamiento, que el
cristal es el efecto del calor, y el hielo del frío, sin conocer previamente el
modo en que operan estas cualidades.
Parte 2
Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a la primera pregunta
planteada. Cada solución da pie a una nueva pregunta, tan difícil como la
precedente, y que nos conduce a investigaciones ulteriores. Cuando se pregunta:
¿Cuál es la naturaleza de nuestros razonamientos acerca de cuestiones de
hecho?, la contestación correcta parece ser: están fundados en la relación
causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál es el fundamento de todos
nuestros razonamientos y conclusiones acerca de esta relación?, se puede
contestar con una palabra: la experiencia. Pero si proseguimos en nuestra
actitud escudriñadora y preguntamos: ¿Cuál es el fundamento de todas las
conclusiones de la experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede ser
más difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan aires de sabiduría
y suficiencia superiores tienen una dura tarea cuando se enfrentan con personas
de disposición inquisitiva, que los desalojan de todas las posiciones en que se
refugian, y que con toda seguridad los conducirán finalmente a un dilema
peligroso. El mejor modo de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras
pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de que nos sea presentada
como objeción. Así podremos convertir de algún modo nuestra ignorancia en una
especie de virtud.
Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil, pretendiendo sólo dar una
contestación negativa al problema aquí planteado. Digo, entonces, que, incluso
después de haber tenido experiencia de las operaciones de causa y efecto,
nuestras conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no están
fundadas en el razonamiento o en proceso alguno del entendimiento. Esta
solución la debemos explicar y defender.
Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido a gran
distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo el conocimiento de
algunas cualidades superficiales de los objetos, mientras que nos oculta los
poderes y principios de los que depende totalmente el influjo de estos objetos.
Nuestros sentidos nos comunican el color, peso, consistencia del pan, pero ni
los sentidos ni la razón pueden informarnos de las propiedades que le hacen
adecuado como alimento y sostén del cuerpo humano. La vista o el tacto
proporcionan cierta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero en lo que
respecta a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo
indefinidamente en movimiento local continuo, y que los cuerpos jamás pierden
más que cuando la comunican a otros, de ésta no podemos formarnos ni la más
remota idea. Pero, a pesar de esta ignorancia de los poderes y principios
naturales, siempre suponemos, cuando vemos cualidades sensibles iguales, que
tienen los mismos poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que
hemos experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera presentado un cuerpo de
color y consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente, no
tendríamos escrúpulo en repetir el experimento y con seguridad preveríamos
sustento y nutrición semejantes. Ahora bien, éste es un proceso de la mente o
del pensamiento cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado que no
hay una conexión conocida entre cualidades sensibles y poderes ocultos y, por
consiguiente, que la mente no es llevada a formarse esa conclusión, a propósito
de su conjunción constante y regular, por lo que puede conocer de su naturaleza.
Con respecto a la experiencia pasada, cabe aceptar que da información directa y
cierta solamente de aquellos objetos de conocimiento y de aquel período preciso
de tiempo que son abarcados por su acto de conocimiento. Pero por qué esta
experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por lo
que sabemos, pude ser que sólo en apariencia sean semejantes, ésta es la
cuestión en la que deseo insistir. El pan que en otra ocasión comí, que me
nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas cualidades, estaba en aquel
momento dotado de determinados poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que
otro trozo distinto de pan también ha de nutrirme en otro momento y que las
mismas cualidades sensibles siempre han de estar acompañadas por los mismos poderes
secretos? De ningún modo parece la conclusión necesaria. Por lo menos ha de
reconocerse que aquí hay una conclusión alcanzada por la mente, que se ha dado
un paso, un proceso de pensamiento y una inferencia que requiere explicación.
Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas: He encontrado
que a tal objeto ha correspondido siempre tal efecto y preveo que otros
objetos, que en apariencia son similares, serán acompañados por efectos
similares. Aceptaré, si se desea, que una proposición puede correctamente
inferirse de la otra. Sé que, de hecho, siempre se infiere. Pero si se insiste
en que la inferencia es realizada por medio de una cadena de razonamientos,
deseo que se presente aquel razonamiento. La conexión entre estas dos proposiciones
no es intuitiva. Se requiere un término medio que permita a la mente llegar a
tal inferencia, si efectivamente se alcanza por medio de razonamiento y
argumentación. Lo que este término medio sea, debo confesarlo, sobrepasa mi
comprensión, e incumbe presentarlo a quienes afirman que realmente existe y que
es el origen de todas nuestras conclusiones acerca de las cuestiones de hecho.
Este argumento negativo debe, desde luego, con el tiempo, hacerse del todo
convincente, si muchos hábiles y agudos filósofos orientan sus investigaciones
en esta dirección y si nadie es capaz de descubrir una proposición que sirva de
conexión o un paso intermedio que apoye al entendimiento en esta conclusión.
Pero como la cuestión es por ahora nueva, no todo lector confiará tanto en su
propia agudeza como para concluir que, puesto que un razonamiento se le escapa
a su investigación, por eso no está fundado en la realidad. Por este motivo,
quizá sea necesario entrar en una tarea más difícil y, enumerando todas las
ramas de la sabiduría humana, intentar mostrar que ninguna de ellas puede
permitir tal razonamiento.
Todos los razonamientos pueden dividirse en dos clases, a saber, el
razonamiento demostrativo o aquel que concierne a las relaciones de ideas y el
razonamiento moral o aquel que se refiere a las cuestiones de hecho y
existenciales. Que en este caso no hay argumentos demostrativos parece
evidente, puesto que no implica contradicción alguna que el curso de la
naturaleza llegara a cambiar, y que un objeto, aparentemente semejante a otros
que hemos experimentado, pueda ser acompañado por efectos contrarios o
distintos. ¿No puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de
las nubes, y que en todos los demás aspectos se parece a la nieve, tiene, sin
embargo, el sabor de la sal o la sensación del fuego? ¿Hay una proposición más
inteligible que la afirmación de que todos los árboles echan brotes en
diciembre y en enero, y perderán sus hojas en mayo y en junio? Ahora bien, lo
que es inteligible y puede concebirse distintamente no implica contradicción
alguna, y jamás puede probarse su falsedad por argumento demostrativo o
razonamiento abstracto a priori alguno.
Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos fiásemos de nuestra
experiencia pasada, y de que la convirtiéramos en la pauta de nuestros juicios
posteriores, estos argumentos tendrían que ser tan sólo probables o argumentos
que conciernen a cuestiones de hecho y existencia real, según la distinción
arriba mencionada. Pero es evidente que no hay un argumento de esta clase si se
admite como sólida y satisfactoria nuestra explicación de esta clase de
razonamiento. Hemos dicho que todos los argumentos acerca de la existencia se
fundan en la relación causa-efecto, que nuestro conocimiento de esa relación se
deriva totalmente de la experiencia, y que todas nuestras conclusiones
experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido
el pasado. Intentar la demostración de este último supuesto por argumentos
probables o argumentos que se refieren a lo existente, evidentemente supondrá
moverse dentro de un círculo y dar por supuesto aquello que se pone en duda.
En realidad, todos los argumentos que se fundan en la experiencia están basados
en la semejanza que descubrimos entre objetos naturales, lo cual nos induce a
esperar efectos semejantes a los que hemos visto seguir a tales objetos. Y,
aunque nadie más que un tonto o un loco intentará jamás discutir la autoridad
de la experiencia, o desechar aquel eminente guía de la vida humana, desde
luego puede permitirse a un filósofo tener por lo menos tanta curiosidad como
para examinar el principio de la naturaleza humana que confiere a la
experiencia esta poderosa autoridad y nos hace sacar ventaja de la semejanza
que la naturaleza ha puesto en objeto distintos. De causas que parecen
semejantes esperamos efectos semejantes. Esto parece compendiar nuestras
conclusiones experimentales. Ahora bien, parece evidente que si esta conclusión
fuera formada por la razón, sería tan perfecta al principio y en un solo caso,
como después de una larga sucesión de experiencias. Pero la realidad es muy
distinta. Nada hay tan semejante como los huevos, pero nadie, en virtud de esta
aparente semejanza, aguarda el mismo gusto y sabor en todos ellos. Sólo después
de una larga cadena de experiencias uniformes de un tipo, alcanzamos seguridad
y confianza firme con respecto a un acontecimiento particular. Pero ¿dónde está
el proceso de razonamiento que, a partir de un caso, alcanza una conclusión muy
distinta de la que ha inferido de cien casos, en ningún modo distintos del
primero? Hago esta pregunta tanto para informarme como para plantear
dificultades. No puedo encontrar, no puedo imaginar razonamiento alguno de esa
clase. Pero mantengo mi mente abierta a la enseñanza, si alguien condesciende a
ponerla en mi conocimiento.
¿Debe decirse que de un número de experiencias uniformes inferimos una conexión
entre cualidades sensibles y poderes secretos? Esto parece, debo confesar, la
misma dificultad formulada en otros términos. Aun así, reaparece la pregunta:
¿en qué proceso de argumentación se apoya esta inferencia? ¿Dónde está el
término medio, las ideas interpuestas que juntan proposiciones tan alejadas
entre sí? Se admite que el color, la consistencia y otras cualidades sensibles
del pan no parecen, de suyo, tener conexión alguna con los poderes secretos de
nutrición y sostenimiento. Pues si no, podríamos inferir estos poderes secretos
a partir de la aparición inicial de aquellas cualidades sensibles sin la ayuda
de la experiencia, contrariamente a la opinión de todos los filósofos y de los
mismos hechos. He aquí, pues, nuestro estado natural de ignorancia con respecto
a los poderes e influjos de los objetos. ¿Cómo se remedia con la experiencia?
Ésta sólo nos muestra un número de efectos semejantes, que resultan de ciertos
objetos, y nos enseña que aquellos objetos particulares, en aquel determinado
momento, estaban dotados de tales poderes y fuerzas. Cuando se da un objeto
nuevo, provisto de cualidades sensibles semejantes, suponemos poderes y fuerzas
semejantes y anticipamos el mismo efecto. De un cuerpo de color y consistencia
semejantes al pan esperamos el sustento y la nutrición correspondientes. Pero,
indudablemente, se trata de un paso o avance de la mente que requiere
explicación. Cuando un hombre dice: he encontrado en todos los casos previos
tales cualidades sensibles unidas a tales poderes secretos, y cuando dice
cualidades sensibles semejantes estarán siempre unidas a poderes secretos
semejantes, no es culpable de incurrir en una tautología, ni son estas
proposiciones, en modo alguno, las mismas. Se dice que una proposición es una
inferencia de la otra, pero se ha de reconocer que la inferencia ni es
intuitiva ni tampoco demostrativa. ¿De qué naturaleza es entonces? Decir que es
experimental equivale a caer en una petición de principio, pues toda inferencia
realizada a partir de la experiencia supone, como fundamento, que el futuro
será semejante al pasado y que poderes semejantes estarán unidos a cualidades
sensibles semejantes. Si hubiera sospecha alguna de que el curso de la
naturaleza pudiera cambiar y que el pasado pudiera no ser pauta del futuro,
toda experiencia se haría inútil y no podría dar lugar a inferencia o
conclusión alguna.
Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la experiencia pueda
demostrar esta semejanza del pasado con el futuro, puesto que todos los
argumentos están fundados sobre la suposición de aquella semejanza. Acéptese
que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto, por sí
solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo
seguirá siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los cuerpos a
partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta y, consecuentemente,
todos sus efectos e influjos, pueden cambiar sin que se produzca alteración
alguna en sus cualidades sensibles. Esto ocurre en algunas ocasiones y con
algunos objetos: ¿por qué no puede ocurrir siempre y con todos ellos? ¿Qué
lógica, qué proceso de argumentación le asegura a uno contra esta suposición?
Mi modo de actuar, dices, refuta mis dudas. Pero, al responder así, confundes
el alcance de mi pregunta. Como agente estoy satisfecho en este punto, pero
como filósofo tocado de curiosidad, por no decir de escepticismo, quiero
conocer el fundamento de esta inferencia. Ninguna lectura, ninguna
investigación ha podido solucionar mi dificultad, ni satisfacerme en una
cuestión de tan gran importancia. ¿Puedo hacer algo mejor que proponerle al
público la dificultad, aunque quizá tenga pocas esperanzas de obtener una
solución? De esta manera, por lo menos, seremos conscientes de nuestra
ignorancia, aunque no aumentemos nuestro conocimiento.
Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad,
porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de imperdonable
arrogancia. Debo admitir también que, aun si todos los sabios, durante varias
edades, se hubieran consagrado a un estudio infructuoso sobre cualquier tema,
de todas formas podría ser precipitado concluir decididamente que el tema
sobrepasa, por ello, toda comprensión humana. Aunque examinásemos todas las
fuentes de nuestro conocimiento y concluyésemos que son inadecuadas para tal
cuestión, aún puede quedar la sospecha de que la enumeración no sea completa ni
el examen exacto. Pero con respecto al tema en cuestión, hay algunas
consideraciones que parecen invalidar la acusación de arrogancia o la sospecha
de equivocación.
Es seguro que los campesinos más ignorantes y estúpidos, o los niños, o incluso
las bestias salvajes, hacen progresos con la experiencia y aprenden las
cualidades de los objetos naturales al observar los efectos que resultan de
ellos. Cuando un niño ha tenido la sensación de dolor al tocar la llama de una
vela, tendrá cuidado de no acercar su mano a ninguna vela, dado que esperará un
efecto similar de una causa similar en sus cualidades y apariencias sensibles.
Si alguien asegurara, pues, que el entendimiento de un niño es llevado a esta
conclusión por cualquier proceso de argumentación o raciocinio, con razón puedo
exigirle que presente tal argumento, y no podría tener motivo para negarse a
una petición tan justa. No puede decirse que el argumento es abstruso, y quizá
escape a su investigación, puesto que admite que resulta obvio para la
capacidad de un simple niño. Si dudara por un momento, o si tras reflexión
presentase cualquier argumento complejo y profundo, él, en cierta manera,
abandonaría la cuestión, y reconocería que no es el razonamiento el que nos
hace suponer que lo pasado es semejante al futuro y esperar efectos semejantes
de causas que al parecer son semejantes. Esta es la proposición que pretendo
imponer en la presente sección. Si tengo razón, no pretendo haber realizado un
gran descubrimiento. Si estoy equivocado, me he de reconocer un investigador
muy rezagado, pues no puedo descubrir un argumento que, según parece, me era
perfectamente familiar antes de que hubiera salido de la cuna.
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